Viajero de sí mismo
Reseña
Se ha dicho con frecuencia que Michel de Montaigne (1533-1592) es un escritor que parece acoger al lector siempre con una invitación a ponerse cómodo, a adoptar una posición confortable y laxa, a sentirse su igual para jugar una partida entre amigos.
Desde luego la fama de Montaigne descansa en la invención del ensayo, género cuyos brillos estilísticos y audacias de pensamiento han cambiado la fisonomía misma de la literatura. A diferencia de sus antepasados genéricos –la glosa, la epístola, el sermón, el diálogo–, que promueven una voz remota e imperial –de esas que se refieren a sí mismas como “nosotros”–, y de sistemas discursivos modernos –el artículo, la tesis, el avance de investigación– que representan artificialmente patrones de pensamiento lineales, ordenados y piramidales, el ensayo creado por Montaigne hace uso intensivo de experiencias personales, es consciente de su propia naturaleza textual, y presenta una forma de pensar en bucles que le permite hablar básicamente sobre cualquier asunto y advertir cosas que todo el mundo advierte pero que en realidad no advierten que las advierten.
Esto es un logro extraordinario. Por qué no es sólo un logro retórico, sino también ético y estético (e incluso, quizá también político), y por qué es filosóficamente significativo y literariamente redentor, lo prueba la fascinación sin tregua con la que los Ensayos han sido recibidos durante más de cuatro siglos. Son el mejor amigo que se ha tenido jamás, salpicándolo todo, susurrando bromas, ahorrando lo que resulta irritante o aburrido o soporífero mediante un estilo amable y humano. Leyéndolos uno siente una supresión total de las diferencias, lo que no sucede con otras obras del pasado. Se puede apreciar la cercanía a través del abismo del tiempo y de los orígenes culturales foráneos, pero con Montaigne esos abismos simplemente se desvanecen.